Esos cuchillos curvos. Dos extrañas armas filosas que protagonizan la escena más comentada de Promesas del Este. Entran en pantalla en manos de dos sicarios de la mafia chechena; los hombres de negro que atacan a Nikolai (Viggo Mortensen) en un baño turco, produciendo un par de las muy pocas pero muy intensas sangrías del relato. La escena no tiene ni la espectacularidad ni la estridencia de ninguno de los muchos arranques de violencia física de –por poner un ejemplo reciente y contundente– Los infiltrados, de Scorsese, pero sí encapsula en unos pocos minutos varios de los temas de esta película sobre la mafia rusa en Londres. Por un lado, es la escena en la que Nikolai expone abiertamente los tatuajes que cubren su cuerpo, cada uno de ellos una historia y un dato sobre su origen y su identidad, cada uno de ellos, un punto que une su pasado carcelario con su presente como mano derecha del “príncipe heredero” de la organización criminal en el exilio. A la vez, en la elección de las armas se expresa algo del orden del honor criminal, de la fuerza de los códigos y la tradición sobre la que se asienta el dominio de Semyon (el actor alemán Armin Mueller-Stahl), patriarca ruso en la capital inglesa. No hay armas de fuego en la película; asesinar con armas blancas implica involucrarse de manera directa con el contrincante, estar ahí, en el cuerpo a cuerpo. Es, en palabras del director David Cronenberg, “algo muy íntimo y perverso: matar a alguien con cuchillo implica sentirlo, olerlo, escucharlo respirar”.
Y en cuanto a las cosas horribles que uno se imagina que puede infligirle a la carne la breve curvatura de esas navajas, Cronenberg insiste en que no se trata de sofisticados instrumentos turcos ni nada por el estilo, sino de sencillos cortadores de linóleo; herramientas comunes de oficios perfectamente nobles. Pero apenas aparecen, ya estamos en pleno terreno Cronenberg: involucrarse con las marcas, las deformaciones y aberraciones de la carne humana es lo suyo, como lo son todos los instrumentos cortantes que suele haber en sus películas y que parecen diseñados con precisión quirúrgica –incluso cuando se trata de herramientas ginecológicas– para el sadismo.
Esta es, como casi todas en la obra de Cronenberg, una historia en la que las historias quedan escritas en los cuerpos de los personajes.
Un baño de sangre
Promesas del Este empieza con los dos momentos más sangrientos de la película. El primero es un degüello narrado en un primer plano sostenido, imperturbable, de una estilización seca. Su importancia está más allá del impacto rojo sangre: el que blande la navaja letal es el hijo un poco bobo de un pequeño capomafia. La escena nos introduce de cabeza en el género de la película, pero por encima de todo nos habla del mandato, de la estructura jerárquico-hereditaria que es central a este submundo. Aunque el verdadero asalto a los sentidos viene inmediatamente después, con una adolescente embarazada que se desangra y se desmaya al ingresar a una farmacia en busca de ayuda. Estamos en vísperas de Navidad: la chica muere en una sala de parto, pero el bebé se salva. La partera de guardia, Anna Ivanovna (Naomi Watts, cada vez más humana y creíble), se queda con un pequeño libro que la chica llevaba consigo; un diario personal que revela una historia de tráfico sexual en la que se involucra directamente a Semyon y a su hijo y a la comunidad mafiosa rusa en Londres. Y a Nikolai, el hombre a cargo de deshacerse de algunos de los trapos muy sucios de la familia. Aunque sus raíces son rusas, Anna es inglesa y no habla el idioma de sus antecesores. Enterados del contenido del diario, su madre y su tío le advierten que en sus páginas hay asuntos y personas peligrosas, gente “que no tiene nada que ver con ellos”. Miembros de la hermandad criminal del “Este” localizada en Inglaterra tras el fin de la Unión Soviética.
La zona muerta
Semyon, su hijo Kirill y los demás jefes de la camorra soviética pertenecen a lo que se conoce como vory v zakone, algo que en la película aparece traducido como “criminales de ley”. Se trata de un sistema de “responsabilidad colectiva” con un firme código que se opone firmemente a, entre otras cosas, que sus miembros trabajen, y cuyo origen se remonta a los campos de prisioneros del estalinismo. Semyon y los suyos encarnan la estirpe contemporánea de esta fraternidad, producto del caos económico y político, la incertidumbre, el vacío de autoridad y el abandono en que se sumió la URSS a principios de los ’90, con el final de la Guerra Fría. Se cree que muchos de los jefes actuales de la mafia rusa son los cuadros del ejército rojo y ex oficiales de la KGB que quedaron boyando sin rumbo ante la brutal reducción de las fuerzas militares y de inteligencia. Algunos emigraron, perseguidos durante el comunismo, pero otros habrían salido del país cuando el viejo régimen cayó y debieron generar –con la Europa oriental desbandada– nuevos negocios.
Semyon intercambia adolescentes por costosas cajas de cognac con las que agasaja a los clientes de su restaurante y a los otros jefes criminales. Restaurante de tópicos tradicionales –un músico interpreta “Oci ciorne” ante una concurrencia de ancianas rusas–, El Transiberiano condensa el sueño de revivir la Madre Patria en el extranjero. El alma rusa aparece pintada como esa cosa insondable, teñida de fatalidad. La gran tragedia, de aires clásicos, de Semyon radica en ser un rey cuyo hijo no es un digno príncipe heredero. Se dice por ahí, tal como le comenta tímidamente Nikolai, que Kirill es homosexual, toda una desgracia tratándose del único en la línea de sucesión. La tragedia de Nikolai es otra, que se irá develando parcialmente y por capas: el hombre, que exhibe un raro sentido del humor y cierto encanto soterrado, lleva los distintos capítulos de su vida marcados en sus tatuajes. Un aporte del propio Mortensen al guión original del inglés Steve Knight –el guionista de Negocios entrañables, la película de Stephen Frears sobre el tráfico de órganos en Londres–, a partir del libro Tatuajes criminales rusos y un documental sobre el tema, La marca de Caín, a los que recurrió en su investigación para el personaje y con los que hipnotizó a Cronenberg. De traje oscuro, con un andar mecánico y tranquilo, y ese increíble peinado parado, entre punk y rockabilly, se define enigmáticamente diciendo: “Estoy muerto desde los 15 años. Ahora vivo eternamente en La Zona”. La canción que se escucha mientras se desnuda ante el consorcio de venerables rusos que habrán o no de aceptarlo en su fraternidad es un tema tradicional llamado, cómo no, “Esclavitud y sufrimiento”.
Una Navidad normal
Promesas del Este es una película de mafia que habla, como casi todas las películas de mafia, de honores deshonrados, de venganzas y de violencia, pero que se centra en un tipo de violencia muy específico. Una violencia antigua, perteneciente a un micromundo perdido en el tiempo –todavía sumido en la tradición, en los mandatos–, pero ubicado geográficamente en uno de los mundos más modernos posibles (mientras la película era filmada, no muy lejos del equipo de producción la policía registraba la zona en la que había sido envenenado el ex agente de la KGB Alexander Litvinenko y buscaba rastros de polonio). Y si parece que esta película no pertenece al universo de su director, es un parecer apenas epidérmico. Bajo esa piel fácil de rasgar se oculta –como señala el crítico Jim Hoberman en su entusiasta reseña para el Village Voice neoyorquino– uno de los grandes temas de Cronenberg: la normalidad. En las películas de Cronenberg la normalidad es lo deforme, lo mutante, lo monstruoso; y en Promesas del Este las monstruosidades del tráfico sexual y la prostitución forzada son moneda corriente en la Rusia londinense. Una monstruosidad cotidiana cuyos cadáveres pueden hacerse desaparecer normalmente, como si nada extraño hubiera sucedido, en el Támesis; y en la que todo lo que anda mal debe acabar mal. Pero por una vez se interpone, como un milagro navideño, esa partera sensible y con los pies firmes en la tierra, que consigue cortar, aunque sea una única vez, con ese mandato criminal proferido por el tambaleante Kirill, según el cual “los hijos de los esclavos sólo pueden ser esclavos”.
No debe confundirse con un súbito rapto de optimismo de parte de Cronenberg: la virginal adolescente muerta al principio habrá de seguir inexorablemente muerta al final. Que es un final con una resolución aparente pero en rigor abierto, con una sucesión en la corona criminal pero también una sombría incertidumbre acerca de si algo habrá de cambiar realmente después. Es decir, el pequeño milagro de un nacimiento justo a tiempo, pero el presagio de más finales violentos para el futuro. Lo más cercano a una película de Navidad que nos haya ofrendado hasta ahora David Cronenberg.
Por Mariano Kairuz
Fuente: Suplemento Radar del Página 12 del 10 de Febrero de 2008