Por Mariana Enriquez
Heath Ledger hizo una película importante en un momento en que las películas pueden ser bochornosas, excelentes, divertidas u horribles, pero rara vez importan. Todo el mundo tuvo algo que decir de Secreto en la montaña de Ang Lee: algunos gays la detestaron porque, creían, era otra historia trágica que reforzaba el estereotipo del gay sufrido; otros la amaron porque celebraba un amor, digamos, tenso y viril, alejado del estereotipo de gay payasesco y festivo; otros la despreciaron por pasada de moda; otros la canonizaron por denunciar los crímenes de odio. Olvidando especificidades de género, hay gente que no puede ver Secreto en la montaña sin llorar y convulsionan de congoja ante la ya mítica escena de la camisa —y la ahora paradoja de los papeles cruzados—. Pero hay quienes la ven como una película fría y decorativa; no son los mismos que la desprecian por emotiva, en estos tiempos en los que términos como intensidad o melodrama casi tienen connotación exclusivamente negativa. Porque provocó y obligó a pensar, Secreto en la montaña marcó una época: es imposible ignorar que se estrenó en medio de la polémica en el mundo occidental por el matrimonio gay, y que esos cielos límpidos de Wisconsin que filma Ang Lee son los mismos que vio antes de morir enredado en un alambre de púa, boca arriba, Matthew Sheppard, el joven gay asesinado a golpes que se convirtió en el rostro de la muerte por intolerancia en el interior de Estados Unidos.
Heath Ledger fue el rostro de la película, el que encarnó la complejidad y la impotencia mucho más que su compañero Jake Gyllenhaal. La nostalgia de Secreto en la montaña es la de añorar lo que nunca jamás sucedió: esa vida compartida de Jack y Ennis, ese amor completo que uno pide todo el tiempo —porque sabe que no sobra el tiempo— y el otro no puede, no sabe cómo dar. Es parecida la tristeza que impregna la muerte de Heath Ledger, que estaba a punto de ser una estrella y al mismo tiempo un actor respetado y versátil con I’m Not There de Todd Haynes (donde hacía a uno de los Bob Dylan) y The Dark Knight, la segunda parte de la saga de Batman de Christopher Nolan, interpretando a un Guasón joven y perturbado.
“La muerte de River Phoenix ha sorprendido y deprimido a todos los que conozco, incluso a muchos que hasta el momento habían despreciado al estrellato cinematográfico como una forma de hipnosis de masas producida por las corporaciones... Todos decimos que esto es raro. Raro que esté muerto, raro que nos importe tanto.” Esto escribía Dennis Cooper (el autor de la novela Contacto) en enero de 1994 en su columna de la revista Spin, dos meses después de la muerte de River Phoenix, un actor con el que Heath Ledger tiene bastante en común, empezando por el nombre excéntrico (¿qué clase de padres bautizan Heathcliff a su hijo?); también el antecedente de película-mito (Mi mundo privado), la preocupación por hacer una carrera seria, el favor de los directores talentosos, un perfil lo suficientemente bajo como para que sus excesos quedaran lejos de la vista del público, y la incuestionable belleza física. Pero Phoenix murió antes que Kurt Cobain, y aunque pasaron pocos años, quedó del lado de los tiempos más inocentes. A Ledger le tocaron años cínicos, los de la década del ‘90 y después: por ejemplo, nadie rezonga porque se vio por todas partes, en fotos gigantes, la imagen de su cuerpo saliendo del departamento en una bolsa negra, ¡si hay medios que ya tienen escrito el obituario de Britney Spears!
Pero sin embargo en estos días se cruzaron mails de gente que se sentía inesperadamente triste, tocada. O personas que se acercaban y decían pobre y qué lástima y qué raro, pero sobre todo qué pena, porque parecía uno de los buenos y de los llenos de gracia, uno que podía crecer y, aunque hiciera la divertidísima Corazón de caballero, no convertirse en Jude Law o Clive Owen o Ralph Fiennes o Josh Hartnett por nombrar a sólo tres o cuatro de las decenas de actores sin alma, porque movía los brazos con timidez en las entrevistas y tenía un encanto bien varonil, tosco en los bordes, de voz gruesa pero de sonrisa desarmante, porque era un chico provinciano (de Perth, Australia, la ciudad más aislada del mundo) que no parecía consentido, porque parecía mayor que su edad, maduro para sus años (28), porque no siempre, pero seguro a veces, en la pantalla, aquí y allá, aunque fuera sólo una ilusión, daba la impresión de que podía ser uno de los portadores del fuego perdido.
Heath Ledger fue el rostro de la película, el que encarnó la complejidad y la impotencia mucho más que su compañero Jake Gyllenhaal. La nostalgia de Secreto en la montaña es la de añorar lo que nunca jamás sucedió: esa vida compartida de Jack y Ennis, ese amor completo que uno pide todo el tiempo —porque sabe que no sobra el tiempo— y el otro no puede, no sabe cómo dar. Es parecida la tristeza que impregna la muerte de Heath Ledger, que estaba a punto de ser una estrella y al mismo tiempo un actor respetado y versátil con I’m Not There de Todd Haynes (donde hacía a uno de los Bob Dylan) y The Dark Knight, la segunda parte de la saga de Batman de Christopher Nolan, interpretando a un Guasón joven y perturbado.
“La muerte de River Phoenix ha sorprendido y deprimido a todos los que conozco, incluso a muchos que hasta el momento habían despreciado al estrellato cinematográfico como una forma de hipnosis de masas producida por las corporaciones... Todos decimos que esto es raro. Raro que esté muerto, raro que nos importe tanto.” Esto escribía Dennis Cooper (el autor de la novela Contacto) en enero de 1994 en su columna de la revista Spin, dos meses después de la muerte de River Phoenix, un actor con el que Heath Ledger tiene bastante en común, empezando por el nombre excéntrico (¿qué clase de padres bautizan Heathcliff a su hijo?); también el antecedente de película-mito (Mi mundo privado), la preocupación por hacer una carrera seria, el favor de los directores talentosos, un perfil lo suficientemente bajo como para que sus excesos quedaran lejos de la vista del público, y la incuestionable belleza física. Pero Phoenix murió antes que Kurt Cobain, y aunque pasaron pocos años, quedó del lado de los tiempos más inocentes. A Ledger le tocaron años cínicos, los de la década del ‘90 y después: por ejemplo, nadie rezonga porque se vio por todas partes, en fotos gigantes, la imagen de su cuerpo saliendo del departamento en una bolsa negra, ¡si hay medios que ya tienen escrito el obituario de Britney Spears!
Pero sin embargo en estos días se cruzaron mails de gente que se sentía inesperadamente triste, tocada. O personas que se acercaban y decían pobre y qué lástima y qué raro, pero sobre todo qué pena, porque parecía uno de los buenos y de los llenos de gracia, uno que podía crecer y, aunque hiciera la divertidísima Corazón de caballero, no convertirse en Jude Law o Clive Owen o Ralph Fiennes o Josh Hartnett por nombrar a sólo tres o cuatro de las decenas de actores sin alma, porque movía los brazos con timidez en las entrevistas y tenía un encanto bien varonil, tosco en los bordes, de voz gruesa pero de sonrisa desarmante, porque era un chico provinciano (de Perth, Australia, la ciudad más aislada del mundo) que no parecía consentido, porque parecía mayor que su edad, maduro para sus años (28), porque no siempre, pero seguro a veces, en la pantalla, aquí y allá, aunque fuera sólo una ilusión, daba la impresión de que podía ser uno de los portadores del fuego perdido.
Fuente: Suplemento Radar - Página 12, Domingo 27 de Enero de 2008.
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